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Libros para llevar en la maleta

Fuente: teachingliteracy.tumblr.com by Pinterest.
Fuente: teachingliteracy.tumblr.com by Pinterest.

Fue poco antes de conocer Nueva York, hace ya unos cuantos veranos, cuando adquirí la costumbre – vicio más bien – de llevarme siempre de viaje un libro. Aquel verano disfruté de unas vacaciones de verdad. Como las que teníamos en el colegio. Cuando septiembre era el horizonte que traía las promesas de un curso nuevo, de un mundo nuevo.

Ese verano, el neoyorquino, decidí no laborar. Había terminado una temporada genial trabajando en la tele y me aguardaba la promesa de una reincorporación. Una promesa vacía, por cierto, como todas las que se hacían en esa tele moribunda. Pero entonces yo no sabía eso. Entonces, después de dos o tres años seguidos tratando de cazar programa tras programa, yo solo sabía que podía permitirme el lujo de echar el freno. Y lo hice.

Dediqué mi verano a preparar un viaje con el que llevaba años soñando. Leí cuanto pude, vi películas y documentales. Rastreé la red en busca de tiendas, bares, rincones y anécdotas. No quería un Nueva York de siete días y cinco noches con traslados incluidos. Quería Malas Calles y el Padrino, los CazafantasmasLa Jungla 3Érase una vez en AméricaWall Street. Incluso quería Godzilla.

Poco a poco descubrí barrios. Caracteres. Posibilidades. Alquilé un apartamento. Encontré un lugar donde escuchar swing en directo. Compré unos billetes para volar a Niágara. Y poco a poco me fui dando cuenta que, pese a que todavía faltaban semanas para meterme en un avión, yo llevaba ya casi dos meses en Manhattan.

Con un interés un tanto obsesivo – me pasa siempre que viajo por placer – hice lo posible por consumir toda la información a mi alcance sobre la ciudad y sobre el país. El cine ayudó. Siempre lo hace. Pero sin duda fue la literatura la otra gran responsable de ir perfilando mi imaginario de la ciudad.

Nunca me ha gustado demasiado la literatura de viajes. No le acabo de ver la gracia a vivir un viaje a través de la experiencia de otro. Obviamente se pueden hacer excepciones, sobre todo cuando ese otro es Hemingway. O Conrad. Pero en general he huido siempre de la posibilidad de conocer un país o una ciudad a través de la percepción que de él ha tenido otro visitante. A no ser que el interés de ese visitante no sea el de hablar de él mismo y de sus vivencias si no del propio destino. De sus historias. De sus habitantes. De su vida.

A fin de cuentas de eso va la literatura. Por eso, antes de la aventura neoyorquina me hice con unas cuantas novelas. Muchas conocidas, otras no. Desde Auster a Puzo, pasando por muchos otros con menos lustre. Leí mucho antes del viaje. Pero también durante el mismo (es lo que tienen los vuelos transoceánicos). Incluso después de volver me resistí durante un tiempo a abandonar la isla que había ocupado mis pensamientos durante tanto tiempo. Seguí leyendo y logré así prolongar un poco más un viaje que todo el mundo daba ya por finalizado.

Supongo que fue más o menos entonces cuando terminé por asociar, irremediablemente, el libro y el viaje. En Nueva York tuve la suerte de acertar de pleno con un par de títulos que me ayudaron a sacarle a la ciudad todavía más dimensiones. Por eso, aunque ya nunca he podido preparar otras vacaciones con tanto esmero, sigo rascando siempre algo de tiempo para buscar lecturas al respecto. Porque echar un libro en la mochila es algo más importante que buscarse una manera de pasar el rato durante el vuelo.

PD – Algunos de mis libros de viaje:

NUEVA YORK: La hoguera de las vanidades, El padrino.

LONDRES: Campos de Londres, El retrato de Dorian Gray, Brick Lane.

PARIS: Bel Ami, Los miserables, Los cuatro jinetes de Apocalipsis.

PRAGA: Las aventuras del soldado Svejk.

ESTAMBUL: De parte de la princesa muerta, El Ángel Sombrío, El viaje de Baldassare.

BARCELONA: La sombra del viento, La ciudad de los prodigios, La verdad sobre el caso Savolta.

Por Marcos García (@elplumilla).